Paseo de la Piedra Lisa |
Muestra veces olvidada La Piedra
Lisa ha sido a través de los años testigo no sólo del juego de los niños y los
pasatiempos de los adultos, sino también de carreras de caballos, de
concurridas meriendas, amoríos y hasta duelos.
Cuentan que al principio del
decenio de los veintes dos connotados
ciudadano de Colima, ambos médicos de profesión, uno aficionado a la fiesta
brava y el otro a la música, pues tocaba el piano, tuvieron un serio altercado
ante unos amigos con quienes departían bajo las azáleas con que don Juan Cenizo
tenía adornado su bar en el andén del Jardín Independencia, hoy Torres
Quintero, frente a la fachada posterior de la Catedral.
Con el concurso y las iniciativas
del grupo se concertó un duelo a tiros entre ambos, hasta agotar las balas. Los
padrinos entregaron a los contendientes sendos revólveres y ajas de parque y el
encuentro se escenificó en La Piedra Lisa, con la condición de que cada uno
escogiera su parapeto, desde el cual asomaría buscando a su contrincante para
dispararle.
El caso fue que por seguridad o
quizá por el pavor que se siente exponer el cuerpo a un impacto de bala, uno
eligió una cerca de piedra y el otro, imitándolo, La Piedra Lisa. Pero ninguno
de los dos dejaba ver ni un brazo, mucho menos la cabeza, pues hacían sus
disparos hacia el zenit de su posición, con la esperanza de que al caer la bala
de regreso a tierra, le cayera a su contrincante n la cabeza y lo matara, y así
dieron fin a su detonación de diez cartuchos, mientras padrinos y mirones los
observaban desde los troncos de los viejos sabinos de la Calzada Galván.
Terminando el “duelo”, regresaron todos a “El Paraíso” a continuar departiendo
y comentando lo sucedido, noticia que se extendió como reguero de pólvora por
la ciudad.
El mismo escenario fue elegido para zanjar una
fricción entre dos caballeros. Uno de ellos, galeno de profesión y originario
de Tonila, Jal., que había tomado a esta Tierra como su segunda patria chica a
la que dedicó lo mejor de su vida, como lo han hecho otros jaliscienses. Por
muy conocido, no se necesita revelar su nombre ni el relato lo requiere. Vivía
en San Francisco de Almoloyán y poseía una imprenta cuyo taller tipográfico se
llamaba “El Dragón”. Periodista, literato, político, historiador y mentor destacado
de la juventud, opinaba que el maestro de la educación superior debe escribir
el texto requerido para su cátedra, y no sólo eso, debe también editarlo.
Desempeñó los cargos de Director General de Educación Pública y jefe de los
Servicios de Salubridad y en su juventud deambuló por el mundillo de la
política militar en un partido contra el Gobernador Alamillo, en 1913 y hasta
llegó a tomar las armas.
El otro colimense era un hombre
dedicado al comercio y a los negocios y, como el médico, fue también catedrático
de la Escuela Normal en la clase de esgrima. Amante de las bromas, que su
ingenio le permitía manejar con igual destreza como su hábil mano manejaba el
florete, departía con sus amigos, entre quienes gozaban de simpatía. Fue
empresario del primer cine que hubo en Colima hacia 1920, que construyó en el
mismo terreno que ocupaba la Carpa Royal, pequeña empresa que periódicamente
venía a Colima para ofrecer programas de proyección de placas o “vistas” y
después cine mudo.
El relato nos hace saber que un
día ambos conterráneos tuvieron un problema personal y el médico, no trayendo
guante, pues ya no se usaban, sacó su pañuelo y con dicha prenda trató de
azotarle el rostro al maestro de esgrima como señal de reto. Este, retirando su
cara para esquivar y parando en segunda son su brazo derecho como en la
esgrima, le dijo más extrañado que sorprendido:
-¿Y
tú, que traes con esa payasada?
-
“Estoy retándote a un duelo a muerte que será mañana en La Piedra Lisa, a las
seis en punto. Nombra tus padrinos y escoge las armas”, dijo el médico.
-
Mira médico, suponiendo que acepte esta peregrina ocurrencia tuya, pasada ya de
moda y desventajosa para ti, si escojo el florete, sales perdiendo, porque en
eso soy maestro; si escojo pistola, también, pues cuando te fuiste con tu
berrinche al cerro, largaste al compañero y le rehuiste a los balazos”,
contestó el retado.
Pero el médico no se arredró ante
el negro panorama que se le había pintado como advertencia y e reiteró la cita
a la hora propuesta. El arma escogida, espada.
Se dice que el retador pasó el
resto de ese día y casi toda la noche, con la ayuda de un sastre, no
practicando la esgrima, sino preparando su atuendo para estar puntual y vestido
adecuadamente a la cita. Todo quedó listo a eso de las cuatro de la mañana,
después de lo cual se dio un baño y se cortó el bigote a la D’Artagnan y la
barba puntiaguda.
Don Sóstenes, viejo y paciente
cochero de sitio del Jardín Libertad, estuvo puntual a las cinco de la mañana,
bajo las frondas de un antañón y solemne zalate cercano a la casa del galeno y,
por recomendación de éste, vestía traje oscuro y zapatos de charol.
Por su parte, el duelista para
esa hora revisaba ya en un espejo veneciano de “cuerpo entero”, su anacrónico
atavío: sombrero de alas anchas adornado con pluma, camisa blanca de cuello
ancho, corbata gris, chaleco negro de cuadros, capa, pantalón bombacho a rayas
estilo capulina, medias y zapatillas con fuerte hebilla. Completaba su arreglo
una pavorosa espada con elegante y magnifica empuñadora, que lucía en una
panoplia, retirada ya de lejanos servicios.
Comprobado que todo estaba bien,
el valeroso retador salió de su casa a abordar el cabiolet que le esperaba a
unos veinte metro.
Coincidió su salida con el paso
de unas molineras que venían del barrio de la Cruz Gorda y acompañándose unas a
otras, se dirigían a su trabajo cerca del lugar. Estas madrugadoras, ajenas
enteramente a lo que hacían e médico y su acompañante, se llevaron el susto de su
vida al ver aquella rara figura conocida sólo en las novelas o en las
películas, y todavía se aterraron más cuando vieron subir al caballero negro a
una calesa cuyo auriga gastaba un traje semejante y ambos hablaban.
Comentando lo sucedido, don
Sóstenes y el médico pusieron rumbo al oriente de la ciudad por las empedradas
calles, dejando oír en medio del frío mañanero, el acompasado trote del noble
animal de tiro, que arrancaba con las ruedas herradas del vehículo, aquel ruido
inconfundible y grato, que se nos antojaba puntos suspensivos que iban muriendo
en la lejanía.
El coche llegó puntual a la cita
en ese lugar donde se halla desde tiempo inmemorial esa roca colosal en cuyo
derredor han jugado tantas generaciones infantiles y donde en otros tiempos se
juraron amor eterno muchos enamorados, sin faltar en todas las visitas la
indispensable “resbalada”, para hacer volver lisa y brillante al paso de los
años, la superficie de la roca, lo que le ha valido su nombre y el atributo de
retener a todo visitante que sin darse cuenta gozó de ese tobogán para volverse
colimote.
La llegada del cabriolet y el
descenso del médico para esperar al hombre con el que instantes después se iba
a abatir, fueron con el ritual de un caballero medieval: el saludo de lenta
caravana a los padrinos, la revista al lugar escogido como palestra y la
contemplación del otro solar, escenario en que tendría lugar un duelo con el
chasquido característico de los aceros al chocar, que darían fin, con honor, a
una vida que se escaparía por el angosto orificio de una hoja de espada que se
hundiría en el pecho de uno de los caballeros.
El rival no se hizo esperar.
Llegó solo y en bicicleta, sin más cosa encima que un agudo florete de los que
usaba para dar sus clases, al que había cortado el botón.
Se bajó de su artefacto, lo
acomodó y encarándose al médico le espetó:
-
Mira médico. Si peleamos te gano y me da lástima
matarte. Además, tendría que parar en la cárcel y no me agrada la idea. Por
otra parte, Colima perdería en ti una gente importante en el campo de las
letras. Como te dije ayer, déjate de fantochadas, pues aquí tú seguirás siendo
El Tlacuache y yo La Venada. Dame por muerto y nos seguiremos viendo.
Manuel Velasco Murguía.
Colima en letras. Antología de autores colimenses. 2000
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