miércoles, 26 de marzo de 2014

Duelos en La Piedra Lisa

Paseo de la Piedra Lisa

Muestra veces olvidada La Piedra Lisa ha sido a través de los años testigo no sólo del juego de los niños y los pasatiempos de los adultos, sino también de carreras de caballos, de concurridas meriendas, amoríos y hasta duelos.

Cuentan que al principio del decenio de los  veintes dos connotados ciudadano de Colima, ambos médicos de profesión, uno aficionado a la fiesta brava y el otro a la música, pues tocaba el piano, tuvieron un serio altercado ante unos amigos con quienes departían bajo las azáleas con que don Juan Cenizo tenía adornado su bar en el andén del Jardín Independencia, hoy Torres Quintero, frente a la fachada posterior de la Catedral.

Con el concurso y las iniciativas del grupo se concertó un duelo a tiros entre ambos, hasta agotar las balas. Los padrinos entregaron a los contendientes sendos revólveres y ajas de parque y el encuentro se escenificó en La Piedra Lisa, con la condición de que cada uno escogiera su parapeto, desde el cual asomaría buscando a su contrincante para dispararle.

El caso fue que por seguridad o quizá por el pavor que se siente exponer el cuerpo a un impacto de bala, uno eligió una cerca de piedra y el otro, imitándolo, La Piedra Lisa. Pero ninguno de los dos dejaba ver ni un brazo, mucho menos la cabeza, pues hacían sus disparos hacia el zenit de su posición, con la esperanza de que al caer la bala de regreso a tierra, le cayera a su contrincante n la cabeza y lo matara, y así dieron fin a su detonación de diez cartuchos, mientras padrinos y mirones los observaban desde los troncos de los viejos sabinos de la Calzada Galván. Terminando el “duelo”, regresaron todos a “El Paraíso” a continuar departiendo y comentando lo sucedido, noticia que se extendió como reguero de pólvora por la ciudad.

El  mismo escenario fue elegido para zanjar una fricción entre dos caballeros. Uno de ellos, galeno de profesión y originario de Tonila, Jal., que había tomado a esta Tierra como su segunda patria chica a la que dedicó lo mejor de su vida, como lo han hecho otros jaliscienses. Por muy conocido, no se necesita revelar su nombre ni el relato lo requiere. Vivía en San Francisco de Almoloyán y poseía una imprenta cuyo taller tipográfico se llamaba “El Dragón”. Periodista, literato, político, historiador y mentor destacado de la juventud, opinaba que el maestro de la educación superior debe escribir el texto requerido para su cátedra, y no sólo eso, debe también editarlo. Desempeñó los cargos de Director General de Educación Pública y jefe de los Servicios de Salubridad y en su juventud deambuló por el mundillo de la política militar en un partido contra el Gobernador Alamillo, en 1913 y hasta llegó a tomar las armas.

El otro colimense era un hombre dedicado al comercio y a los negocios y, como el médico, fue también catedrático de la Escuela Normal en la clase de esgrima. Amante de las bromas, que su ingenio le permitía manejar con igual destreza como su hábil mano manejaba el florete, departía con sus amigos, entre quienes gozaban de simpatía. Fue empresario del primer cine que hubo en Colima hacia 1920, que construyó en el mismo terreno que ocupaba la Carpa Royal, pequeña empresa que periódicamente venía a Colima para ofrecer programas de proyección de placas o “vistas” y después cine mudo.

El relato nos hace saber que un día ambos conterráneos tuvieron un problema personal y el médico, no trayendo guante, pues ya no se usaban, sacó su pañuelo y con dicha prenda trató de azotarle el rostro al maestro de esgrima como señal de reto. Este, retirando su cara para esquivar y parando en segunda son su brazo derecho como en la esgrima, le dijo más extrañado que sorprendido:

                -¿Y tú, que traes con esa payasada?

                - “Estoy retándote a un duelo a muerte que será mañana en La Piedra Lisa, a las seis en punto. Nombra tus padrinos y escoge las armas”, dijo el médico.

                - Mira médico, suponiendo que acepte esta peregrina ocurrencia tuya, pasada ya de moda y desventajosa para ti, si escojo el florete, sales perdiendo, porque en eso soy maestro; si escojo pistola, también, pues cuando te fuiste con tu berrinche al cerro, largaste al compañero y le rehuiste a los balazos”, contestó el retado.

Pero el médico no se arredró ante el negro panorama que se le había pintado como advertencia y e reiteró la cita a la hora propuesta. El arma escogida, espada.

Se dice que el retador pasó el resto de ese día y casi toda la noche, con la ayuda de un sastre, no practicando la esgrima, sino preparando su atuendo para estar puntual y vestido adecuadamente a la cita. Todo quedó listo a eso de las cuatro de la mañana, después de lo cual se dio un baño y se cortó el bigote a la D’Artagnan y la barba puntiaguda.

Don Sóstenes, viejo y paciente cochero de sitio del Jardín Libertad, estuvo puntual a las cinco de la mañana, bajo las frondas de un antañón y solemne zalate cercano a la casa del galeno y, por recomendación de éste, vestía traje oscuro y zapatos de charol.

Por su parte, el duelista para esa hora revisaba ya en un espejo veneciano de “cuerpo entero”, su anacrónico atavío: sombrero de alas anchas adornado con pluma, camisa blanca de cuello ancho, corbata gris, chaleco negro de cuadros, capa, pantalón bombacho a rayas estilo capulina, medias y zapatillas con fuerte hebilla. Completaba su arreglo una pavorosa espada con elegante y magnifica empuñadora, que lucía en una panoplia, retirada ya de lejanos servicios.

Comprobado que todo estaba bien, el valeroso retador salió de su casa a abordar el cabiolet que le esperaba a unos veinte metro.

Coincidió su salida con el paso de unas molineras que venían del barrio de la Cruz Gorda y acompañándose unas a otras, se dirigían a su trabajo cerca del lugar. Estas madrugadoras, ajenas enteramente a lo que hacían e médico y su acompañante, se llevaron el susto de su vida al ver aquella rara figura conocida sólo en las novelas o en las películas, y todavía se aterraron más cuando vieron subir al caballero negro a una calesa cuyo auriga gastaba un traje semejante y ambos hablaban.

Comentando lo sucedido, don Sóstenes y el médico pusieron rumbo al oriente de la ciudad por las empedradas calles, dejando oír en medio del frío mañanero, el acompasado trote del noble animal de tiro, que arrancaba con las ruedas herradas del vehículo, aquel ruido inconfundible y grato, que se nos antojaba puntos suspensivos que iban muriendo en la lejanía.

El coche llegó puntual a la cita en ese lugar donde se halla desde tiempo inmemorial esa roca colosal en cuyo derredor han jugado tantas generaciones infantiles y donde en otros tiempos se juraron amor eterno muchos enamorados, sin faltar en todas las visitas la indispensable “resbalada”, para hacer volver lisa y brillante al paso de los años, la superficie de la roca, lo que le ha valido su nombre y el atributo de retener a todo visitante que sin darse cuenta gozó de ese tobogán para volverse colimote.

La llegada del cabriolet y el descenso del médico para esperar al hombre con el que instantes después se iba a abatir, fueron con el ritual de un caballero medieval: el saludo de lenta caravana a los padrinos, la revista al lugar escogido como palestra y la contemplación del otro solar, escenario en que tendría lugar un duelo con el chasquido característico de los aceros al chocar, que darían fin, con honor, a una vida que se escaparía por el angosto orificio de una hoja de espada que se hundiría en el pecho de uno de los caballeros.

El rival no se hizo esperar. Llegó solo y en bicicleta, sin más cosa encima que un agudo florete de los que usaba para dar sus clases, al que había cortado el botón.

Se bajó de su artefacto, lo acomodó y encarándose al médico le espetó:

-          Mira médico. Si peleamos te gano y me da lástima matarte. Además, tendría que parar en la cárcel y no me agrada la idea. Por otra parte, Colima perdería en ti una gente importante en el campo de las letras. Como te dije ayer, déjate de fantochadas, pues aquí tú seguirás siendo El Tlacuache y yo La Venada. Dame por muerto y nos seguiremos viendo.
 

Manuel Velasco Murguía.
 
Colima en letras. Antología de autores colimenses. 2000

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